Primera hora de la mañana. Un café céntrico de Madrid. Coinciden en el desayuno un grupo de personas de lo más dispar. Un día como cualquier otro. Pero todo comienza cuando uno de los clientes pretende acceder al bar y recibe un disparo en la cabeza; un empleado municipal intenta socorrerle y acaba igual en el suelo... y nadie más decide seguir sus pasos, nadie se atreve a salir, ni siquiera a acercarse a la puerta. El miedo les atenaza y les obliga a permanecer encerrado en el interior. Esto que a simple vista pudiera parecer un argumento disparatado, resulta ser el inicio de una serie de situaciones extremas, donde el local se convierte en un templo donde expiar pecados, redimir penas y sacar el verdadero Mr. Hide que todos llevamos dentro cuando se nos expone a situaciones límite.

La virtud: el sello inconfundible y personal de un tipo que
hace vernos a todo ante el espejo de una realidad transfigurada, que bajo los
epígrafes de humor y tragedia extremos nos deleita con los sinsabores de lo
peor del ser humano y las mieles de lo mejor de lo que somos capaces. El
defecto: que los mismos mecanismos, las mismas piezas con distinta pintura, los
mismos resortes, el mismo espejo en el que mirarse, ya utilizados como recursos en anteriores filmes,... puede resultar aburrido al espectador
porque acaba viendo repetitivo aquello que pudiera resultar único como sello
artístico. He aquí el riesgo por el que se balancea el cine de De la Iglesia.
No voy a menospreciar el derroche de talento que nos regala
todo el elenco al completo. A la altura de lo que se les presupone y exige. En especial al irreconocible Jaime Ordoñez que apunta desde ya a la nominación para los próximos goyas. El malagueño hace
un alarde de interpretación que raya lo histriónico, abrupto, extremo, loco,
genial y extraordinario. La vorágine de circunstancias que atañen a todos los
implicados en la trama, ante el miedo a salir del local y ser el objetivo de la
mira telescópica de un francotirador, les hace convivir con situaciones que se
salen por la tangente de lo cotidiano y va a parar a la más excéntrica de las
locuras posibles.
Aunque parezcan filmes totalmente opuestos, aparecen
similitudes entre esta y aquella lovecraftiana adaptación del relato de Stephen
King "La Niebla" (2007), y sería incurrir en un error establecer comparativas de verosimilitud entre los personajes y la realidad, porque el cine de De la Iglesia va hacia un punto de comicidad entretejido en el caos indisoluble por el que suele discurrir que originaría una crítica negativa por este hecho (y es lo que han apuntado un gran número de ellos)... Son circunstancias totalmente disímiles, antagónicas si se quiere, pero en modo alguno indisolubles. Van todos juntos, confluyen hacia el desastre. Entonces la
pregunta salta como un resorte: ¿Sería uno capaz de matar por salvar la vida? ¿Es el que tienes a
tu lado un asesino potencial?
Cuando los personajes comienzan a luchar por su
preeminencia, por su subsistencia, se desata un orgiástico caos en el que cualquier
atisbo dramático acaba disuelto en un azucarillo y ese caos lo fagocita
absolutamente todo. Aunque el espectador, sin pretenderlo, acepta el reto que
ofrece Alex de la Iglesia: una serie de alternativas en las que se verá
casi en la obligación de empatizar con uno de los personajes y elegirle como el
merecedor de la salvación. Hasta que la cinta desemboca en un holocausto de
intenciones para convertirse en un terremoto de órdago con pocos visos de terminar
bien. ¿Qué haría el espectador ante una situación así? ¿Cómo reaccionaría ante
los límites en los que se encuentran cada uno de los personajes? Y lo más
importante, ¿hará el espectador autocrítica al finalizar el film? Porque si
algo refleja el realizador en el desarrollo de la película es la propia
realidad que transfigura en ficción para ponernos el reto de mirarnos en un
espejo, con todo lo bueno y lo malo de lo que es capaz el ser humano, sea del
estrato social que fuere.


© Daniel Moscugat, 2017.
® Texto protegido por la propiedad intelectual.
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