No es la primera vez que
lo comento ni creo que será la última. Este es un país de robagallinas, de
listillos pasados de rosca, de chulitos sin fronteras y vividores sin
escrúpulos. Lo ha sido desde que España es denominada tal cual y así lo será
por los siglos de los siglos, Amén. Pero lo peor es que no tenemos la exclusiva, aunque si es cierto que somos precursores. He de reconocer que no me sorprende, que lo
llevamos en los genes y quienes disfrutan de ese estatus tienen en las
instituciones unos cómplices que participan de sus prebendas y que, por
supuesto, tienen el amparo del poder judicial porque suelen ser elegidos a dedo por
aquéllos que cada cuatro años elegimos los ciudadanos para que nos representen. Esto que parece una obviedad no lo es tanto y tiene una
explicación que viene de lejos y parece más evidente de lo que parece.
Hace unos años tuve la
oportunidad de leer un libro muy elocuente y que arroja luz de forma inflexiva
sobre todo lo susodicho, muy especialmente si se contempla de forma reflexiva
el estado de la política de nuestro país en la actualidad, así como la del resto del planeta. Fuego y ceniza: éxito y fracaso en la política, de Michael Ignatieff (Taurus, 2014). El canadiense, resumiendo, dejó
su cátedra en la Universidad de Harvard. Acudió a la llamada para liderar el Partido
Liberal canadiense y optó a la presidencia como primer ministro. Fue en busca
del fuego del poder; por pura curiosidad, por la experiencia, por el
conocimiento de primera mano, y no por puro afán de servir a la ciudadanía, de
servir a la comunidad, de liderar un país y llevarlo a las espaldas. Finalmente
acabó desintegrado entre las cenizas de ese fuego y contó toda su experiencia
vital en ese libro.
De las cosas que más
penalizaron su descalabro, quizá más acertadamente diría lo que comenzó a
encender la estopa que terminó por liquidarle o dilapidar su credibilidad como
“nuevo” modelo de política, fue las declaraciones sin medida, esas opiniones que cualquiera te comprende en la barra de un bar o con un café como testigo, pero que acaba siendo un arma de doble filo si se esgrime públicamente desde el púlpito de la política. Eso que aquí en
España tiene coste cero, en cualquier país civilizado y con cierta educación
tiene consecuencias para quien abre la boca sin prejuicios. En política, cualquier declaración pública siempre será interpretada del peor modo posible. De hecho, en nuestro país esto se cumple hasta la saciedad, cosa que aprovechan los contrarios para sacar punta hasta que se agota el lápiz. Estos réditos que en cualquier otro país resultarían inapelables para el
político de turno y lo sentenciarían a la decapitación, en este santo país solo
te desplazan de lugar, o ni tan siquiera eso.
Alguien en declaraciones
memorables en un canal de televisión esputa sin pudor alguno que “algunos se han
acordado de sus padres, parece ser, cuando había subvenciones para encontrarlos”,
en pleno debate en torno a la incomprensible polémica de memoria histórica respecto
de las víctimas del franquismo. Otro, el alcalde de una localidad catalana,
conocido a nivel nacional por sus habituales e incendiarias declaraciones de claros tintes fascistas y xenófobas, decida unilateralmente prohibir el rezo en
plena calle como prólogo de los venideros días de ramadán, pateando la constitución a golpe de balón y con la connivencia de un gobierno que encima le reía la gracieta. Un tercero escribe
en una conversación por whatsapp que a una conocida presentadora de televisión “la
azotaría hasta que sangre”. El simple hecho de pensarlo supone una connotación tan repugnante que me da grima colocar aquí un símil. Son sólo unos mínimos ejemplos de lo gratuito que
lee uno prácticamente a diario en la prensa, ve en las noticias por televisión
o escucha por radio.
Casi se ha convertido en un mal endémico en una sociedad hastiada y acostumbrada ya a insultar y
vilipendiar sin coste alguno. Utilizar la mentira como arma arrojadiza contra
el “enemigo”, contra los que opinen de manera diferente con tal de salvar el pellejo, contra viento y marea, es la sopa de todos los días. En los últimos tiempos se ha dado a conocer algo
a lo que ya apuntaba Ignatieff en la narración de su experiencia política. Eso
que conocemos como 'posverdad'. Ese palabro que el diccionario Oxford eligió
como palabra del año y que ha traspasado fronteras, también la nuestra. Se
define como lo “relativo o referido a circunstancias en las que los hechos
objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las
creencias”. Tenemos el patio inundado de frases propagandísticas que manipulan
la realidad de manera populista para apelar a las emociones del individuo, a lo más primitivo de nuestro arraigo. Esta
hecatombe de fantasía ha aupado a la presidencia del gobierno estadounidense a un loco megalómano con tendencia irrefrenable
a la corrupción o manipulación de la ley para beneficio propio (según se tercie); así como también a una creciente ultraderecha fascista con
aspiraciones de reeditar los grandes éxitos del nazismo en Europa, que acopia votos
suficientes como para liderar sus respectivos países o gobernarlos (Francia, Alemania, Austria, Holanda, Inglaterra, Hungría,…)
Hay una larga lista de inmoralidades
nacionales e internacionales que andan auspiciadas o amparadas por ese palabro, por el sentimiento profundo, por la emoción mas primitiva e irracional humana: el instinto de conservación. de propiedad. No se trata
de populismo, se trata de moldear la realidad existente y aprovechar la coyuntura para distorsionarla, apelando a ese instinto irracional. Y ese es el problema, el gran problema. Uno no sólo ve cómo
todo se magnifica y se distorsiona y se acrecienta, además hay que soportar esas
protuberancias que erupcionan en la piel de la sociedad en forma de escándalos
judiciales, letrados y jueces manipulados para versionear la realidad al antojo
del ínclito de turno. Hechos que se enmascaran de su cara opuesta con el objetivo de esconder la verdad. Se
visten de piel de cordero para presentarse con candidez y ocultan la ferocidad
del lobo, que encuentra en su manada la mejor concupiscencia para justificar
cualquier acto, por depravado que sea. Y así hemos regresado a esos extremos
que reaccionan por emociones y no por reflexiones.
El problema de fondo tal vez sea, al menos aquí, educacional. De otro modo ni permitiríamos ni ampararíamos
la impunidad de ningún robagallinas, ni de listillos pasados de rosca ni de
chulitos sin fronteras o vividores sin escrúpulos… Esos que copan las portadas
de todos los escándalos habidos y por haber y que siguen saliendo impunes e
indemnes. En el fondo, se aspira a editar y reeditar esos éxitos, a ser listillos como ellos, artistas de lo ajeno en mayor o menor medida. Quienes los amparan, protegen, defienden o perdonan, suspiran con apuntar hacia sus miras y siempre queda en el aire ese hálito: si yo estuviese en su lugar también lo haría. Porque las emociones que enmascaran la distorsión de la realidad
supura ignorancia para el resto de los mortales, adormece el raciocinio, entumece
la reflexión y al final sólo respondemos al instinto primitivo de las
emociones que venden con su ejemplo, porque
todo estará justificado gracias a ese espíritu de conservación, de preservar lo propio y lo de la manada que depende de nosotros. ¿Creen que aquellos ejemplos que cité anteriormente
pagaron algún precio político o social, o acaso esos otros muchos que crecen como
champiñones siguiendo ese patrón en lo más sombrío del terreno sufren algún
tipo de consecuencia? En modo alguno. No solo campan a sus anchas, sino que sus
aspiraciones fueron y son renovadas, tanto por sus secuaces como por quienes les apoyan y amparan. Son instrumentos en sus distintos aparatos
políticos o sociales de la glotonería a la que está sometida esa invención
malevolente que manipula la realidad de manera populista para apelar a las
emociones más básicas e irracionales del individuo.
La posverdad, ese monstruo infame, insaciable, cuyo estómago carece de límites, tiene su talón de Aquiles en nosotros mismos, en nuestra capacidad de reflexión. Somos nosotros los únicos capaces de poner freno a este disparate. Somos el fuego que puede incendiar y reducir a cenizas a los que practican ese juego absurdo al que cada vez se abonan más acólitos. Solo hace falta que cada individuo, cada ser con capacidad para reflexionar, sea capaz de borrar el prefijo de ese palabro y dejar en evidencia la única palabra que lo desenmascare todo, una sola palabra: verdad. Ahí lo dejó grabado a fuego en el tiempo el propio Platón: "Hay que tener el valor de decir la verdad, sobre todo cuando se habla de la verdad".
La posverdad, ese monstruo infame, insaciable, cuyo estómago carece de límites, tiene su talón de Aquiles en nosotros mismos, en nuestra capacidad de reflexión. Somos nosotros los únicos capaces de poner freno a este disparate. Somos el fuego que puede incendiar y reducir a cenizas a los que practican ese juego absurdo al que cada vez se abonan más acólitos. Solo hace falta que cada individuo, cada ser con capacidad para reflexionar, sea capaz de borrar el prefijo de ese palabro y dejar en evidencia la única palabra que lo desenmascare todo, una sola palabra: verdad. Ahí lo dejó grabado a fuego en el tiempo el propio Platón: "Hay que tener el valor de decir la verdad, sobre todo cuando se habla de la verdad".

© Daniel Moscugat, 2017.
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